Después de tanto pregonar, al fin he vuelto a mi ciudad. Hay cosas nuevas y malas ahora, que me hacen pensar en cuánto tiempo tardará mi voz en perderse entre el ruido del tráfico y de la basta música antiarmónica del vayven diario.
Muchas veces he necesitado desde paz, hasta del místico roce de las hojas húmedas sobre mis brazos; tal vez de una caida en el fango, o del dolor tan característico de una espina perforando la piel, o del piquete celoso de una abeja. Eso sucede cuando mi cabeza está por estallar, y pide una dosis de emoción al natural.
No he pregonado mucho últimamente; sólo que la vida me viene cuando estoy en medio de la incertidumbre del campo.
Es necesario volver, para hartarme de aire fresco y del verde de las montañas; del rojo de las bromelias y de las sensación de las rocas en las plantas de los pies.
Cuando extrañe la comodidad de mi habitación -mas no de la ciudad-, pensaré en volver. Esos son los lugares que me asientan en toda ocasión.
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